miércoles, 9 de noviembre de 2016

IV. (Decadencia)

IV.
(Decadencia)

La luna recortaba la silueta del hombre que se balanceaba en la orilla del lago, el agua era tranquila y reflejaba los astros en la faz ajada del hombre; un rostro viejo cubierto de barba, hundiendo sus ojos brillantes en un estanque de cabellos grises y blancos, y piel marchita.
            El hombre permanecía en silencio, parecía buscar algo en las profundidades del lago, finalmente (tras unos instantes largos y tibios como el vino) se permitió meterse en el agua hasta la cintura, sus ropas, gastadas por el viento de tantos desiertos, se humedecieron en una plasta pesada, el viejo se detuvo hasta que la superficie volvió a ser lisa alrededor de él, como tragándoselo, entonces extendió una mano curtida hasta casi rosar la imagen de la luna, si alguien pudiera haber visto sus ojos habría pensado en una bella vigilia, el hombre miró esta vez el cielo, su mirada febril, sus labios temblando, implorantes, hacia aquel brillo celestial, «¿Cuándo te volveré a ver?» él había preguntado y ella había guardado un silencio sepulcral.
            El viejo recordó aquella tarde tan extensa, recordó la larga jornada junto al mar, la primera noche que la amó sobre la arena, él con una juventud resplandeciente, ella con ese brillo descomunal que abarcaba entonces el horizonte.
            Luego habrían de venir cientos, tal vez miles de noches en los brazos de ella, escuchando el susurro de las olas o el murmullo de las montañas. Todo entonces era quietud, una apacible felicidad.
            Pero después vino la prisión (por motivos que en estos momentos no es posible recapitular) y él envejeció en una celda sin ventanas pensando en ella; hasta que un día (también por motivos desconocidos) logró salir y, solo, perdido en los pasillos de aquella torre, la buscó, la buscó en la piedra de las paredes, en el polvo de los rincones, en las telarañas infinitas de las esquinas, hasta que, al fin, comprendió. Ayunó durante un lapso de casi cuatro meses y luego emprendió el viaje hasta la cima de la torre; cuando finalmente llegó lo recibió el firmamento y la noche tibia, habían pasado ya años desde que había comenzado el ascenso de la estructura y casi edades enteras desde la última vez que se habían visto; algunos dicen que cuando llegó ya era demasiado tarde, otros dijeron que llegó justo en el último momento, lo cierto es que aquella noche su amada murió y él no pudo sostenerla en sus brazos; estaba condenada a seguir alumbrando en su inmensa quietud a los hombres durante el tiempo que durara la eternidad, como unos funerales magníficos.
            El hombre habría, sin embargo, de buscar su voz por el resto de su vida, habría de buscarla (convencido de un renacer espléndido) en las más lejanas tundras y en las más silenciosas ciudades, siempre sin éxito.
            Y ahora el hombre se encontraba en aquel lago, susurrando el nombre de su amada (un nombre que solamente ellos llegaron a conocer), cansado, ante aquel lumbroso cadáver, pensando en tantas playas.
            Un suspiro brotó de él haciendo temblar las entrañas del cosmos.
            No habrían de pasar muchos años hasta el momento en que dos enamorados encontraran al viejo recostado sobre un extenso campo de fina hierba con los ojos abiertos y las manos sobre el regazo. Acababa de morir.
            Nadie supo reconocer su rostro.



Ian García Varona