IV.
(Decadencia)
La
luna recortaba la silueta del hombre que se balanceaba en la orilla del lago,
el agua era tranquila y reflejaba los astros en la faz ajada del hombre; un
rostro viejo cubierto de barba, hundiendo sus ojos brillantes en un estanque de
cabellos grises y blancos, y piel marchita.
El hombre permanecía en silencio,
parecía buscar algo en las profundidades del lago, finalmente (tras unos
instantes largos y tibios como el vino) se permitió meterse en el agua hasta la
cintura, sus ropas, gastadas por el viento de tantos desiertos, se humedecieron
en una plasta pesada, el viejo se detuvo hasta que la superficie volvió a ser
lisa alrededor de él, como tragándoselo, entonces extendió una mano curtida
hasta casi rosar la imagen de la luna, si alguien pudiera haber visto sus ojos
habría pensado en una bella vigilia, el hombre miró esta vez el cielo, su
mirada febril, sus labios temblando, implorantes, hacia aquel brillo celestial,
«¿Cuándo te volveré a ver?» él había preguntado y ella había guardado un
silencio sepulcral.
El viejo recordó aquella tarde tan
extensa, recordó la larga jornada junto al mar, la primera noche que la amó
sobre la arena, él con una juventud resplandeciente, ella con ese brillo
descomunal que abarcaba entonces el horizonte.
Luego habrían de venir cientos, tal
vez miles de noches en los brazos de ella, escuchando el susurro de las olas o
el murmullo de las montañas. Todo entonces era quietud, una apacible felicidad.
Pero después vino la prisión (por
motivos que en estos momentos no es posible recapitular) y él envejeció en una
celda sin ventanas pensando en ella; hasta que un día (también por motivos
desconocidos) logró salir y, solo, perdido en los pasillos de aquella torre, la
buscó, la buscó en la piedra de las paredes, en el polvo de los rincones, en
las telarañas infinitas de las esquinas, hasta que, al fin, comprendió. Ayunó
durante un lapso de casi cuatro meses y luego emprendió el viaje hasta la cima
de la torre; cuando finalmente llegó lo recibió el firmamento y la noche tibia,
habían pasado ya años desde que había comenzado el ascenso de la estructura y
casi edades enteras desde la última vez que se habían visto; algunos dicen que
cuando llegó ya era demasiado tarde, otros dijeron que llegó justo en el último
momento, lo cierto es que aquella noche su amada murió y él no pudo sostenerla
en sus brazos; estaba condenada a seguir alumbrando en su inmensa quietud a los
hombres durante el tiempo que durara la eternidad, como unos funerales
magníficos.
El hombre habría, sin embargo, de
buscar su voz por el resto de su vida, habría de buscarla (convencido de un
renacer espléndido) en las más lejanas tundras y en las más silenciosas
ciudades, siempre sin éxito.
Y ahora el hombre se encontraba en
aquel lago, susurrando el nombre de su amada (un nombre que solamente ellos
llegaron a conocer), cansado, ante aquel lumbroso cadáver, pensando en tantas
playas.
Un suspiro brotó de él haciendo
temblar las entrañas del cosmos.
No habrían de pasar muchos años
hasta el momento en que dos enamorados encontraran al viejo recostado sobre un
extenso campo de fina hierba con los ojos abiertos y las manos sobre el regazo.
Acababa de morir.
Nadie supo reconocer su rostro.
Ian García Varona
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